La CULTURA popular frente
a los poderes del Estado y la Iglesia
'18 de septiembre en santiago', 1845
óleo de Ernesto Charton de Treville (1818-1878)
Museo del Carmen de Maipú
Bajo la
sombra de la Iglesia
La
Iglesia Católica, ligada desde la época colonial chilena y hasta muy entrado el
siglo XIX al Estado, es decir, con total acceso para intervenir en los asuntos
administrativos y políticos de la Corona de España y en la República, hizo
sentir su influencia, durante todo el período enunciado, no sólo en asuntos de
la fe y en las políticas respecto de los indígenas, sino también en la censura
a las expresiones populares, especialmente en lo referido al vestuario,
celebraciones y diversiones de los grupos sociales identificados dentro del
llamado “bajo pueblo”, aquellos que no eran, según la denominación colonial, “vecinos
con casa poblada”. La posición eclesiástica se expresó normativamente en la
realización de cinco Sínodos Diocesanos[i], de los
que se conservan las disposiciones de tres.
Desde
el Primer Sínodo de 1670, convocado por el obispo fray Diego de Humanzoro,
hasta el del obispo Manuel Alday y Aspée, en 1763, se detecta una evolución
pedagógica de la Iglesia respecto de las fiestas, la que va de la limitación a
la racionalización de ellas y desde un carácter correctivo hasta un camino más
racional que muestra ya ciertos rasgos del pensamiento ilustrado, es decir, con
claro influjo dieciochesco.
El
Sínodo de Alday delimitó con mejor precisión la mayoría de los puntos ya
tratados en otros Sínodos, manifestando el conocimiento del obispo acerca del
derecho vigente en su época, por lo que el Sínodo manifiesta mayor amplitud de
sus fuentes, las que se remontan a concilios y sínodos anteriores en Europa.
Trató prácticamente todos los temas abordados en el del año 1688, profundizando
el tratamiento de algunos en capítulos especiales, como ocurrió con el
bautismo, el matrimonio, las misas y las fiestas.
Si
bien la jerarquía eclesiástica española y americana no compartió plenamente el
pensamiento ilustrado francés, que consideraba las fiestas tradicionales como
una manifestación bárbara y abusiva que ofuscaba el intelecto del hombre, en el
Sínodo de Alday se advierte un nuevo racionalismo tendiente no solamente a
castigar la evasión de normas, sino más bien a crear una pedagogía basada en la
moderación y en la cordura que evitase los excesos, previniera contra los
abusos y pusiese un atajo a cualquier desborde. Ciertos efectos de las
celebraciones festivas, como el desorden, empezaban a ser considerados por la
autoridad como reñidos con el buen sentido y con la moralidad.
El
obispo Alday hizo agregar al texto del sínodo dos autos o declaraciones
jurídicas acerca de las llamadas fiestas de campaña –es decir, las realizadas
en el campo y sectores suburbanos-, y las de toros; también añadió dos autos
más del gobierno sobre las carreras de caballos, juegos de chueca y cierre de
las pulperías en los días festivos, que muestran la estrecha concordancia entre
los poderes eclesiástico y civil acerca de las restricciones de las diversiones
y regocijos.
Por
sorprendente que nos parezca hoy, el texto del Sínodo de Alday incluso se ocupa
de restringir, como anteriormente se había establecido en otros Sínodos, el
ingreso de las carretas a las ciudades, que se practicaba sin control durante
las fiestas públicas, la mantención de la apertura de las tiendas comerciales y
hasta la actividad laboral de la población. Se insistió además en el carácter
que debían tener las fiestas de guardar y se prohibió, durante la realización
de éstas, el desarrollo de rodeos, labores agrícolas y viajes. Se dirigía
especialmente la atención a las fiestas de campaña, censuradas por incitar a
ciertas prácticas que promovían una promiscuidad tal que no podía ser tolerada
por la autoridad eclesiástica.
A
partir de la Independencia, las fiestas religiosas experimentaron una fuerte
restricción por parte de la autoridad civil. Sin embargo, en zonas rurales
periféricas la pervivencia de la fiesta religiosa tradicional fue favorecida
por el aislamiento del nuevo “espíritu del siglo”: el secularismo; vestigios de
ello son las fiestas que han llegado hasta hoy como parte del folclore.
La
nueva racionalidad que empezaba a penetrar Chile por diversas vías, modificó la
actitud de ciertos gobernantes, de la élite cultural e, incluso, de la
jerarquía eclesiástica. En gran medida estas ideas siguieron los postulados de
la España ilustrada de la segunda mitad del s. XVIII, de alguna forma influida
por la Francia revolucionaria y, en parte, como reacción antiespañola, recién
cruzado el umbral de la Independencia. Se hacía así presente en las nuevas
actitudes de las autoridades chilenas, frente a la cultura lúdica y mágica
tradicional, un atisbo de lo que el teórico alemán Max Weber designa tan
certeramente como “el desencantamiento del mundo”, actitudes oficiales que
hicieron rechazar “como superstición y desafuero la búsqueda de medios mágicos
para la salvación”.
Respecto
de este problema de la contemporaneidad: “el desencantamiento del mundo”,
existen ciertos representantes de la cultura posmoderna –filósofos, sociólogos,
antropólogos e historiadores- que aquilatan los efectos negativos de la
racionalización para el ser humano y para la naturaleza. Como consecuencia de
esto, comienza a añorarse la espontaneidad y el espíritu lúdico de la era
pre-moderna y se propone el “reencantamiento del mundo mediante el estímulo a
la creatividad, a la fantasía y al cultivo de la persona”. Ese espíritu de la
pre-modernidad inserto en la fe del pueblo, es decir, en lo humano y lo divino
que se mezcla en la religiosidad popular, se ha definido como “el mundo
maravilloso de las creencias colectivas de una comunidad” que se va
consolidando a través del tiempo sin la premura que trata de imponer la
contemporaneidad, merced a lentas corrientes subterráneas que cuajan en bases
incorruptibles y firmes para la sabiduría popular, la que puede estimarse como
un impulso interpretativo del mundo llevado a cabo por sectores oprimidos y
marginados de la sociedad moderna y modernizante, esfuerzo que va tras la
construcción de un mundo antagónico e inverso al impuesto por el sistema de
dominación, es decir, la sabiduría popular es fundamentalmente el reverso de la
ideología dominante, la respuesta que se levanta como la antítesis de la
interpretación oficial del mundo. Esto es, dado que la ideología oficial es la
cristiandad hispano-católica, la sabiduría popular se parapetará tras las
formas paganas. Si la primera evoluciona a una cristiandad ilustrada, la segunda
se presentará como un cristianismo supersticioso. En última instancia, en un
transecto que muestra la evolución de la lucha de las élites contra las
expresiones populares, si la ideología dominante se muestra como modernidad
civilizadora, la cultura popular se configurará como bárbara, atrasada e
inculta. Es en este punto donde sobrevienen los nuevos tiempos de la República.
'El 18 de septiembre, 1953' de Israel Roa (1909-2002)
La
República enfrentada a la cultura popular
Así
las cosas, la Independencia de Chile, aunque significó una renovación y, en
ciertos casos, bruscos cambios en el trato del Estado hacia las expresiones
populares festivas, no trajo consigo un cambio sustancial en el panorama visto
más arriba en relación a la pugna entre la Iglesia y la cultura popular, más
bien una variación paulatina dada por la progresiva separación del dúo
eclesiástico-estatal. Esta separación institucional entre el poder terreno y el
celestial culminó con la promulgación de las leyes laicas, entre ellas las del
Registro Civil, matrimonio civil y cementerios públicos, en la década de los
’80 del siglo XIX.
Es
el Estado moderno en construcción el nuevo actor principal en la escena del
siglo XIX, vestido, maquillado y entrenado por la élite triunfante de la
emancipación. Esta élite enfrenta ahora a las expresiones populares buscando
primeramente la legitimidad de su modelo. El principio de legitimidad de todos
los regímenes políticos modernos ha sido la soberanía popular y su ejercicio
bajo ciertas condiciones. En una sociedad tradicional, esto es, pre-moderna, la
soberanía es concebida como un conjunto de grupos de pertenencia orientada por
valores que trascienden la voluntad específica de cada uno de sus componentes,
es decir, el sujeto diluye su individualidad en su respectiva comunidad. La
sociedad moderna, en contrario, trazó una ruta hacia la configuración del
individuo, que pasó a ser el elemento fundamental de una sociedad diseñada como
una asociación voluntaria, legitimadora del sistema político, de hombres. Dejamos establecida esta
connotación de género, entendiendo que nos referimos al contexto de los inicios
de la sociedad republicana en Chile.
El
avance del siglo XIX supuso una constante y renovada tensión entre las élites
modernas y la sociedad tradicional, tensión que vivieron por lo demás todas las
sociedades que transitaron hacia la modernidad política. Esta controversia
siempre viva, tuvo diversos modos de resolución. En Chile, como en la mayoría
de los Estados liberales decimonónicos, se resolvió gradualmente este antagonismo
identificando al pueblo soberano con las élites modernas, restringiendo a éstas
el ejercicio de los derechos cívicos y de la práctica política, vía que se hizo
más patente aún a partir de 1830, de la mano del levantamiento por las armas de
un Estado burocrático, el “Estado en forma” ultraconservador de Portales. Sin
embargo, se afirma que el proceso de construcción de este modelo societario se
habría iniciado con la llegada de los españoles, quienes constituyeron una
burocracia cívico militar y un sistema jurídico que regulaba las instituciones
y las relaciones sociales. No obstante, sobre la base de este modo básico de
constituir la burocracia estatal, se necesitaba emplazar un Estado nacional que
fuera el marco adecuado para la incorporación de Chile al capitalismo
internacional.
Una
de las herramientas esenciales de construcción de una sociedad ordenada bajo
los parámetros planteados por la élite ilustrada es un sistema nacional de
educación, regida por cánones del conocimiento racional y en permanente lucha
contra una sociedad considerada como caótica. Como consecuencia de la
utilización de esta potente herramienta educacional concertada desde el Estado,
se origina una cultura positivista como agente que sustenta la homogeneidad
lingüística, política y administrativa necesaria para construir la unidad por
sobre las barreras políticas.
Este
esquema de la modernidad ha sido más que un anhelo constante en Chile desde el
período de la Emancipación, pero ello no significa que la modernidad en nuestro
medio no haya sido problemática. Ha sido, sobre todo, una aspiración, un
proyecto, una utopía que ha tenido que funcionar en un terreno claramente
adverso y tradicional. Esta última dificultad alude, con toda seguridad, a que
la cultura popular ha constituido para las élites modernizantes ese mismo
formidable oponente que tanto combatió y reglamentó la Iglesia colonial, como
hemos visto. Asimismo, a estas dificultades en los trayectos de la modernidad
en nuestro país, se agrega el hecho de que ella no siempre se ha formulado o
explicado de acuerdo a parámetros y categorías generadas por nosotros mismos en
América o en Chile, llegando a ser un modelo impuesto en forma incongruente con
la realidad en la que ha tenido que operar.
'La pampilla de Coquimbo' de Israel Roa (1909-2002)
En
su relación con las expresiones populares, esencialmente la fiesta, este Estado
en construcción y las élites que lo conducían se encontraban en pleno auge
moralista, con un potente influjo eclesiástico, no sólo institucional, sino que
también en el plano espiritual. En efecto, en 1823 se prohibieron definitiva y
completamente las corridas de toro, práctica ancestral en Chile, pero que hería
los sentimientos de las muy racionales y delicadas sensibilidades de la élite
dominante. Portales creyó oportuno poner la medida en vigor, instruyendo a los
intendentes en noviembre de 1835 para que la hicieran cumplir en los
territorios de su jurisdicción. También el mismo Ministro, a quien tanto se le
ha ponderado su gusto por las diversiones del pueblo por parte de sus
panegiristas, quedando ello incluso como dogma de la tradición y del mito en
diversas letras de cuecas, intentó desarraigar las ramadas de las grandes
fiestas. Esta actitud encierra la expresión patente de la visión que las élites
tenían de las expresiones populares y de la forma de hacer política, lo que
incluía la responsabilidad del Estado por la instrucción y moralidad pública.
Para
conocer más de cerca las actitudes del Ministro, transcribiremos algunas de sus
expresiones en torno a las chinganas o ramadas: “se presenta un aliciente
poderoso a ciertas clases del pueblo para que se entreguen a los vicios más
torpes y a los desórdenes más escandalosos”…..”por un hábito irresistible
concurren a ellas personas de todos los sexos y edades, resultando la perversión
de unas y la familiaridad de otras con el vicio, el abandono del trabajo, la
disipación de lo que éste les ha producido y muchas riñas y asesinatos”. Agrega
una aparente paradoja resultante de la relación entre las ramadas o chinganas y
la administración local, constituida por la inconveniencia que resulta del
lucro de los cabildos con el remate de las plazas para hacer en ellas estas
ramadas: “los pueblos no deben aumentar sus propios arbitrios a expensas de la
moralidad de ellos mismos”. Todo esto concluye en la disposición tajante del
Ministro para prohibir absolutamente que en todos los pueblos de la República
se levanten ramadas.
El
anterior es un capítulo más de la lucha de la minoría ilustrada contra las
costumbres populares en las que pervive, con más o menos fuerza, un fondo
barroco. Esta lucha, consecuencia de la profunda escisión entre dicha minoría y
el grueso de la población, que se produjo en el siglo XVIII, es una clave para
entender, en general, todo el siglo XIX hispanoamericano.
Una
descripción de la prensa de la época nos relata: “en las plazas de los pueblos
o en la inmediación de la iglesia donde se celebra la festividad, se forma un
círculo de pequeños cuartos cubiertos con ramas, destinados a la venta de
licores fuertes, a los cantos y bailes indecentes y a la destemplanza. En estos
sitios se ve concurrir por desgracia a toda clase de personas y no parece sino
que el pudor está proscrito en su recinto, donde tiene lugar tal vez más de lo
que abominábamos en las bacanales de los gentiles”. Frente a estos “horrores” e
“inmoralidades”, el Estado procedió a formular diversas leyes, decretos y
ordenanzas, con las que un investigador no muy acucioso se puede encontrar a
cada paso. Un par de ejemplos, que a nuestros ojos parecen excelentes piezas hechas
a la medida de un teatro jocoso o tal vez de la picaresca española:
“Art.
72. La policía impedirá reuniones de niños u hombres, que suelen hacerse para
gritar en óleos[ii]
o formar alguna otra clase de ruido o algazara”. Ordenanza de Policía de Valparaíso, 8 de enero de 1847.
“Art.
61. No se permitirán reuniones de niños en la celebración de óleos, ni que se
moleste por ellos a las personas que concurren a este acto religioso. A los que
se encontraren en tales circunstancias, los ajentes (sic) de policía los harán
retirar a sus casas y si desobedecieren, los llevarán a la guardia”. Ordenanza de Policía de Talca, 28 de
mayo de 1855.
A
través de las chinganas y las ramadas el mundo popular otorgó originalidad a la
fiesta cívica nacional, cumpliendo un papel preponderante en la configuración
de la mencionada fiesta, puesto que se transformó en una colectividad creativa,
capaz de proporcionarle a esta instancia festiva institucional un carácter
lúdico y sobre todo esos rasgos carnavalescos que hasta hoy forman parte de su
definición y esencia.
Las
ramadas, chinganas y fondas, cuyo origen puede situarse con pocas dudas en el período
colonial, eran manifestaciones propias del mundo popular, poseyendo enorme
flexibilidad en la medida en que todos los espectáculos y diversiones
informales y oficiales tomaban este singular cariz de interacción. El mundo
popular vio en la fiesta cívica republicana una nueva oportunidad en la cual
poder desplegar su peculiar forma de festejo y diversión. Este proceso de
apropiación fue tolerado y permitido por la clase dirigente, puesto que para la
autoridad era primordial que los sujetos populares participasen y se empaparan
de la idea de pertenecer a una comunidad planteada en términos nacionales.
El
historiador Gabriel Salazar informa que en 1840 se distinguían tres tipos
distintos de espacios de diversión popular: fondas, cuya ubicación las
vinculaba a clientes principalmente urbanos; chinganas propiamente tales, de
carácter suburbano; en tercer lugar estaba la ramada, esencialmente transitoria
en su instalación, yendo de un punto a otro donde se llevase a efecto una
celebración cívica o bien informal.
Un
efecto a considerar, de mucho interés para lo que hoy se llama “empleo”, es la posibilidad
que otorgaron y brindan hasta hoy las fondas, chinganas y ramadas de que muchos
sujetos tuviesen un puesto de trabajo, al menos mientras durare la fiesta.
Quien escribe puede suscribir plenamente este hecho.
Resulta
muy interesante consignar el trayecto que ha tenido un espacio geográfico
ubicado al sur de Santiago, destinado desde los albores de la República para la
instalación de la fiesta popular, como un intento exitoso de dirección por
parte de la élite gobernante. Se trata del predio llamado “El Conventillo”, denominado
así por haber sido desde muy antiguo una propiedad suburbana de los
Franciscanos, el cual fue vendido en 1823 por doña Rosa Rodríguez Riquelme,
hermanastra de don Bernardo O’Higgins, al vicealmirante Manuel Blanco Encalada.
Éste dividió la propiedad en dos sectores, una de los cuales fue adquirida por
el Estado con el objeto de establecer un campo de instrucción militar. Esta
escritura de venta se firmó el 1º de febrero de 1834, aunque la transacción
figura asentada en las Actas del Cabildo de Santiago de fecha 13 de mayo de
1829 y 30 de noviembre de 1830. Siguiendo con los avatares de “El Conventillo”,
el 14 de junio de 1842, el Estado permutó la heredad comprada a Blanco Encalada
en parte de pago por los extensos terrenos que el Gobierno compró para
establecer el campo de instrucción definitivo, conocido posteriormente como
Campo de Marte, que llegó a ser el Parque Cousiño, actual Parque O’Higgins. Para
los curiosos de la evolución urbana de Santiago, consignaremos que la propiedad
que primitivamente vendió el vicealmirante al Estado estaba entre los
siguientes límites: la Av. Matta, antiguo Camino de Cintura, por el norte; la
actual calle San Diego, por el oeste; el Zanjón de la Aguada, por el sur; la
Av. Vicuña Mackenna, otro tramo del antiguo Camino de Cintura, por el oriente.
'Vista de Santiago desde Peñalolén' de Alejandro Cicarelli
Finalizaremos
esta enjundiosa crónica de las diversiones populares frente a los poderes
institucionales, transcribiéndoles una descripción de una celebración popular
de la mano de la simpática, desprejuiciada y gozadora inglesa Maria Graham, que
contradice tajantemente todas aquellas descripciones negativas, tendenciosas e
interesadas que hemos revisado sobre la fiesta popular y sus efectos. Nuestra
viajera, un día de agosto de 1822, en Santiago, fue:
…”al
llano, situado al suroeste de la ciudad, para ver las chinganas, o entretenimientos
del bajo pueblo, que se reúne en un lugar todos los días festivos y parece
gozar extraordinariamente en haraganear, comer buñuelos fritos en aceite y
beber diversas clases de licores, especialmente chicha, al son de una música
bastante agradable de arpa, guitarra, tamborín y triángulo, que acompañan las
mujeres con canciones amorosas y patrióticas. Los músicos se instalan en carros
techados generalmente con caña o paja, y tocan sus instrumentos para atraer
compradores a las mesas cubiertas de tortas, licores, flores, etc., que los
parroquianos compran para su propio consumo o para las mozas que desean agradar”…”El
pueblo, mujeres y niños, tiene verdadera pasión por las chinganas”…”Estoy segura de que en Inglaterra entre
tanta concurrencia no dejaría de haber desórdenes y riñas; pero nada de esto
sucedió aquí a pesar de que se jugó mucho y se bebió no poco”[Los
destacados son nuestros].
Bibliografía
Sugerente
Bravo
Lira, Bernardino. El absolutismo
ilustrado en Hispanoamérica. Chile (1760-1860). De Carlos III a Portales y Montt.
Santiago: Universitaria, 1992.
Cruz
de Amenábar, Isabel. La fiesta.
Metamorfosis de lo cotidiano. Santiago: Ed. U. Católica de Chile, 1995.
Graham,
Maria. Diario de mi residencia en Chile
en 1822. Santiago-Buenos Aires: Ed. Francisco de Aguirre, 1972.
Jocelyn-Holt,
Alfredo. “Liberalismo y modernidad. Ideología y simbolismo en el Chile
decimonónico: un marco teórico”, en Krebs, Ricardo y C. Gazmuri (eds.), La revolución francesa y Chile.
Santiago: Universitaria, 1990, pp. 303-334.
Peralta,
Paulina. ¡Chile tiene fiesta! El origen
del 18 de septiembre (1810-1837). Santiago: LOM, 2007.
Salazar,
Gabriel. Ser niño “huacho” en la historia
de Chile (siglo XIX). Santiago: LOM, 7ª reimpresión, 2011.
-------------------------.
Labradores, peones y proletarios.
Formación y crisis de la sociedad popular del siglo XIX. Santiago: Ed. SUR,
1985.
Salinas,
Maximiliano. En el cielo están trillando.
Para una historia de las creencias populares en Chile e Iberoamérica.
Santiago: Ed. U. de Santiago, 2000.
Serrano,
Sol. Universidad y nación. Chile en el
siglo XIX. Santiago: Universitaria, 1993.
Notas
[i] “Junta del
clero de una diócesis, convocada y presidida por el obispo para tratar de
asuntos eclesiásticos”. En Diccionario de
la R.A.E., 21ª Ed., Madrid: Espasa, 1992.
[ii] Es el
nombre dado en términos simplificados a la celebración del rito de bendición,
por parte del obispo de cada Diócesis, de los óleos o aceites consagrados para
llevar a cabo la extremaunción de los enfermos, la bendición de las campanas,
el óleo de los catecúmenos, quienes se preparan a recibir el bautismo, y el Óleo
Crismal con que se impone el Sacramento del Bautismo.
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