GENEALOGÍA
DE LA CANTORA CHILENA
Según el historiador Eugenio Pereira Salas, en la segunda mitad del siglo XVIII se establecieron en Chile las dos ramas principales del canto y la poesía popular: la rama femenina, la cantora, y la rama masculina, el pallador o, como se conoce hoy también, el poeta popular. Lo anterior se basa en un estudio clásico del doctor Rodolfo Lenz, el que, por lo demás, es el primero en establecer por escrito en una monografía, y dentro de la tradición institucional académica, los rubros y características de la música y la poesía de tradición vernacular. Dejemos hablar al eminente filólogo:
“Yo considero que uno siempre es
continuadora de otras actividades, de otra persona, que la ha formado”
Gabriela
Pizarro, Revista Chile
Ríe y Canta Nº 2, mayo-abril 1992, Santiago.
Mujer con guitarra de Ezequiel Plaza (1891-1947)
Según el historiador Eugenio Pereira Salas, en la segunda mitad del siglo XVIII se establecieron en Chile las dos ramas principales del canto y la poesía popular: la rama femenina, la cantora, y la rama masculina, el pallador o, como se conoce hoy también, el poeta popular. Lo anterior se basa en un estudio clásico del doctor Rodolfo Lenz, el que, por lo demás, es el primero en establecer por escrito en una monografía, y dentro de la tradición institucional académica, los rubros y características de la música y la poesía de tradición vernacular. Dejemos hablar al eminente filólogo:
“Es
común a ambas ramas que el canto se hace
casi siempre en voz muy aguda. Las mujeres usan de preferencia el falsete
[…] Las cantoras cultivan casi
exclusivamente el baile y los cantos alegres, en estrofas de cuatro y,
menos a menudo, cinco versos; sus instrumentos son el arpa y la guitarra. Los
hombres, en cambio, se dedican a los escasos restos del canto épico (romance),
la lírica seria, la didáctica y la tenzón
(controversia poética, llamada “contrapunto”). La forma métrica preferida [por
el canto masculino] es la décima espinela y su instrumento, el sonoro guitarrón en el centro del país, y en
las regiones del norte o del sur, el rabel”.
[Los remarcados y la acotación entre paréntesis cuadrados son nuestros].
Pero
habría que buscar la punta de esta madeja, si existiese, en los inicios de la
historia de la sociabilidad humana. Lo que podríamos identificar como la
reunión social del salón, o más bien lo que entendemos como la ocasionalidad
familiar e íntima que se produce en torno a la comida, la bebida y, cada vez
menos frecuentemente, a la música como ingrediente principal. Porque,
convengamos, no es lo mismo poner o interpretar en vivo música para ser
disfrutada en un entorno de relativa atención, de conversación que no se
interrumpe con el mensaje musical, que dejar correr un cierto “ruido de fondo”
permanente, capaz de llenar los eventuales vacíos de un parloteo y risas insustanciales.
Para
seguir con la historia, hay estudiosos que fijan los inicios de la sociabilidad
en los tiempos de Platón y Sócrates. Con esto se da carta de origen al salón
moderno occidental con un tinte decididamente intelectual. Pero cualquier
recorrido que dé cuenta de la historia del salón y su funcionalidad,
principalmente los de la clase acomodada, debe considerar su fluctuación entre
los que se limitan a la visita que mantiene y fomenta un intercambio sin
pretensiones intelectuales y los que adquieren, sobre todo en el París del
siglo XIX, un prestigio intelectual equivalente a la Academia.
En
el mundo medieval regido por los señores feudales –cuyos émulos se podrían
hallar entre muchos de los que hasta hace cuarenta y tantos años detentaban un
poder omnímodo en los latifundios del Chile rural-, los trovadores y sus
composiciones poéticas de lírica diversa traspasaban los puentes levadizos del
castillo. La reunión para escuchar el canto y recitación del trovador viene a
ser lo más cercano a lo que podemos reconocer como la sociabilidad del salón.
Los salones cortesanos furtivos imprimen un ambiente lúdico erótico de
conquista y coqueteo. Con el correr de los siglos, el piano va reemplazando al
laúd y la voz de una joven que canta arias de óperas reemplaza el canto de la
poesía enamorada del trovador.
Al
nacer del Renacimiento se distingue la sociabilidad del castillo feudal de la
de los salones ciudadanos, cuando despunta el alba del surgimiento de la
burguesía comercial y bancaria, pero el castillo sigue recibiendo con especial
amabilidad al visitante. Estas ocasiones constituían un evento donde se
renovaban las ideas, llegaban noticias del exterior y, si el visitante era
cantor o poeta, el ambiente podía enriquecerse con mil motivos. En las urbes el
mecanismo era distinto. En las calles se expresaban los ciudadanos que podían
relacionarse con sus amigos y conocidos. En cambio, las mujeres eran las dueñas
de la sociabilidad hogareña, donde no había inconveniente en reunir damas y
caballeros jóvenes. Aquí, donde la mujer gobierna, se une sociabilidad y
cultura.
La
actuación de la mujer como protagonista de la sociabilidad, principalmente en
su papel de lo que llamaremos cantora,
en Chile puede explorarse por medio de diversos testimonios de viajeros
procedentes de varios países europeos y de la propia América del Norte, entre
los siglos XVIII y XIX. Dejaremos hablar sólo a un par de ellos:
“Cuando
se dignan cantar una romanza española su voz adquiere un encanto particular y
se le escucha con verdadero placer. Sólo hemos oído cantar estas romanzas en los salones de segundo orden, en casa de
los verdaderos chilenos. Cuando la cantora hacía vibrar su vihuela parecería que los asistentes obedecían a un
poder mágico, y unían sus voces a ella”. [Los remarcados son nuestros]
El
texto anterior es del francés Max Radiguet, que visitó Chile en 1847. Otro que vino
a estas tierras unas décadas atrás respecto al viajero galo, Alejandro
Malaspina, miembro de una expedición científico-política enviada por el rey
español en la última década del siglo XVIII, dice taxativamente que en Chile
“las mujeres tienen una posición poco común para la música”.
El
siglo XIX, que trajo con la independencia una serie de cambios radicales a
Chile, derivados esencialmente de su apertura al mundo “civilizado”, no fue
menos rico en figuras y en trayectos del arte. Uno de los favorecidos, a no
dudarlo, fue el de la cantora, que llegó a dignificar su figura y su acervo
desde los tablados a todo imperio o el
de los bodegones y chinganas, hasta el propio teatro, cuyos espectadores no
arriscaron tanto la nariz, como se podría pensar, cuando, ya alrededor de 1835,
en los cierres de fin de fiesta de cada representación operática o teatral, se
registran las primeras interpretaciones de la zamacueca que acostumbraban
ejecutar, al modo limeño, doña Carmen Aguilar y su hija Pepita. Ellas la
bailaban, pero evidentemente en estas ocasiones se acompañaban de cantoras con
arpa y vihuela bien sazonadas. En este ambiente es que surgen, al decir de
Benjamín Vicuña Mackenna, las tres gracias: Tránsito, Tadea y Carmela Pinilla, Las Petorquinas, nativas de Petorca en
la actual Región de Valparaíso, que eclipsaron a todas sus antecesoras y
coetáneas.
En
este tema, es mejor darle la palabra al músico y amenísimo memorialista José
Zapiola y sus recuerdos de aquella época:
“Las Petorquinas realizaron en el arte
una revolución más trascendental que la que ocasionaron en Italia, los sabios
emigrados de Constantinopla. La capital se cubrió de chinganas desde San Diego
hasta San Lázaro [son los hitos marcados por recintos eclesiásticos ubicados en
la Alameda, el primero en la esquina de la actual calle Arturo Prat y el segundo en la cuadra que va a
continuación de San Martin, hacia el poniente], y en la calle de Duarte [actual
Lord Cochrane], en sus dos primeras cuadras, era escasa la casa que no tuviera
ese destino”. [Las acotaciones entre paréntesis cuadrados son nuestras].
Y en este recodo del camino no
podemos dejar de mencionar, una vez consolidada la flamante estela de la fama
petorquina, entrañables nombres de cantores como el copiapino Eugenio Barros;
el ciego Morales, alias El Guachalomo,
que en Peñaflor entretenía a los veraneantes alternando el rabel con la
guitarra; el arpista Ortiz, en Santiago, continuador ortodoxo de la tradición
de las Pinilla; en Colchagua, los discípulos de don Javier de La Rosa, el Brujo
y Cabildo, que sin dejar de lado el guitarrón, cultivaron la de la caramba y
zamba.
Continuando
tras la descripción del oficio y personalidad de una cantora, nos asomamos
nuevamente a las palabras del omnipresente doctor Lenz. Dice que el arte de una
cantora que goza de buen prestigio entre el pueblo, se debe a un amplio dominio
de versos y melodías en los dos instrumentos musicales de su dominio, esto es,
el arpa y la guitarra. Como contraste, entre la gente que él llama culta, hay pocos que conocen estos tipos
de intérpretes talentosas y experimentadas, sobre todo con gran dominio de
repertorio, por la simple razón de no haber presenciado la expresión de estos
talentos y saberes en una fiesta popular. Considera el profesor, en la época en
que escribe, que el canto femenino es el único verdaderamente popular, es
decir, ampliamente practicado y oído en el país, ya que las verdaderas cuecas y
tonadas populares rara vez se conservan por escrito y mucho menos se imprimen,
andando profusamente de boca en boca en estrofas aisladas y, menos frecuentemente,
en composiciones completas, variando ellas cada vez que se improvisan. Estipula
el investigador que de cada “media docena” de mujeres del pueblo casi siempre
podía toparse con una que supiese un buen número de cuecas y tonadas,
acompañándose de la guitarra.
Allegándonos
más cerca de nuestros días, podemos también recurrir al inefable y profundo
testimonio estético del profesor Fidel Sepúlveda, que nos describe la visión de
la cantora en estos términos:
“La
cantora es una figura emblemática, es la oficiante del rito sagrado del encuentro.
Ella no sólo aporta a la historia local, regional, nacional. Sus canciones engastadas
en los acontecimientos claves de la vida -bautizos, casamientos, velorios,
trillas, novenas, santos- son algo más que documentos; son monumentos, esto es,
encarnaciones vivas de la historia. La cantora y su quehacer es un monumento
por el que respira la vida, la memoria y sentido vital de una cultura”.
Sin
embargo, la cantora es, asimismo, la expresión de algo que no es tan inmutable
como el paisaje, la comunidad, el legado de los antepasados, sino que es la
oficiante del rito de sanación de los dolores del pueblo. Da cuenta, como una
cronista, de cada circunstancia del diario vivir, de las relaciones de poder en
una sociedad estratificada, de la búsqueda de la justicia social, en la
política, la economía, el trabajo. Temas, ni más ni menos, que integran lo que
debe reconocerse también como la cultura
de un pueblo. Lo expresa y defiende su razón de ser en certeras palabras una
poeta popular de mediados del siglo XX:
“La
Lira Popular fue en alguna ocasión atacada por algún mal intencionado que la
acusó de contener consignas políticas. Aquellas personas olvidaban, sin duda,
que la Lira Popular es la expresión clara y verdadera del pueblo de nuestra
patria, que los versos en ella publicados son versos escritos por poetas que
son obreros, campesinos, mineros, empleados, estudiantes y dueñas de casa:
gente toda que lleva una vida dura y que sufre el peso de la carestía, de la
injusticia, del analfabetismo, del hambre”.
Y
en este contexto, donde debe atenderse a múltiples facetas: mujer, esposa,
madre, cantora, trabajadora, la elegida por el hado del canto es creadora por sobre
todas las cosas. Recibe una tradición que hay que revivir a cada paso, ir
moldeando como arcilla bajo otros soles y lunas, con nuevas lluvias y nubes,
calores y fríos. El tuétano más imprescindible de la tradición es la variante,
aquel conjunto de aportes que, generación tras generación y valle tras valle,
van agregándose al acervo cantable. Sin variantes no hay tradición. Ella debe
ser capaz de insertarse, por cierto, en pleno océano de la modernidad y,
últimamente, de nuestra posmodernidad: el tiempo de lo fragmentario y del neobarroquismo.
Tiempos también de cultura de masas, pero, a diferencia del pasado siglo, la
receta va tras la segmentación por clase socioeconómica, etaria, bien pensada y
digerida antes por estudios de mercado. Dirigida a cada uno de los guetos en
que se cisman nuestras ciudades.
Alberto
Kurapel, actor y teórico de lo performático
en, entre otras artes de la representación, el de la cantora, nos advierte:
“El
desplazamiento del pensamiento artístico es una constante imprescindible de
toda creación. Esta acción se ve paralizada por el comercio cultural que exige
criterios estáticos que obligan a la perpetuación de un modelo rentable.
Negación de la condición creadora, que no concierne al comerciante, y que lleva
a la anulación de la búsqueda y a la aniquilación del artista. De esto
eventualmente escapan aquellos grupos que, por una u otra razón, son
marginalizados del mercado, recibiendo así el castigo/beneficio del anonimato y
del aislamiento”.
Bibliografía
Sugerente
Chavarría, Patricia; Isabel Araya y Paula Mariángel. Canto, palabra y memoria campesina, Valdivia, Tecnoimprenta Color
Ltda., 1997.
Foresti, Carlos; Eva Löfquist y Álvaro Foresti. La narrativa chilena. Desde la Independencia hasta la Guerra del
Pacífico. T. II, Costumbres e Historia, 1860-1879, Santiago, Ed. Andrés
Bello, 2001.
Kurapel, Alberto.
Margot Loyola. La escena infinita del
folklore, Santiago, Centro Latinoamericano de Teatro-Performance, 1997.
Lenz, Rodolfo.
Sobre la poesía popular impresa de
Santiago de Chile, Santiago, Soc. Imprenta y Litografía Universo, 1919.
Pereira Salas, Eugenio.
Los orígenes del arte musical en Chile,
Santiago, Publicaciones de la Universidad de Chile, 1941.
Valenzuela, Inés.
“Acerca de la vida de los actuales poetas populares”, Primer Congreso Nacional
de Poetas y Cantores Populares de Chile, 15 al 18 de abril de 1954, en Anales de la Universidad de Chile, Nº
93, Primer Trimestre de 1954, Santiago, Universidad de Chile, 1954.